¿Qué
es ciencia?

Para
poder ofrecer una definición lo más general y lo menos sesgada posible sobre lo
que es ciencia he hecho lo que cualquier buen investigador haría: documentarse a
través de diferentes vías para poder enfrentarse a la escurridiza tarea de
conceptualizar. En este sentido, me he basado en cuatro definiciones, no del
todo similares entre sí, aunque, evidentemente, con características compartidas,
procedentes desde diferentes campos del saber, con el objetivo de extraer las
líneas comunes que brinden, como he dicho en la primera línea de mi relato, una
definición general y rigurosa del concepto “ciencia”. La Real Academia de la
Lengua por un lado,
el manual básico de Sociología de Anthony Giddens por otro,
la entrada de blog de César Tomé
como tercer recurso, y los artículos de Ruy Pérez y de Alfieonseca
seleccionados para este ejercicio como cuarta y quinta herramienta bibliográfica,
permiten, en tanto, hablar grosso modo de conocimiento(s),
sistematización, datos, análisis y observación empíricos, así como de la valoración
lógica que puede elaborarse a partir de los resultados.
A
la luz de esta reflexión con carácter de mínimo común denominador, podría así indicar
que, en mi opinión, la ciencia es:
un conjunto de conocimientos adquiridos
mediante el método científico (esto es, la observación empírica y el
razonamiento), sistemáticamente estructurados, que pueden ser comprobados y/o reflexionados
experimentalmente y (re)formulados en tanto que leyes generales susceptibles de
revisión.
En este punto, podría ya detener mi conclusión, punto en el que puedo decir haber alcanzado el objetivo de la tarea a realizar, pero, aún a riesgo de ser
irreverente y no ser leída por rebelde, quisiera subrayar algunas contradicciones
que he experimentado en la lectura de los textos recomendados para la primera
tarea del curso.
En
primer lugar, quisiera señalar que la definición de Ruy Pérez me ha planteado
algunos problemas epistemológicos con respecto a las nociones de “búsqueda de
la verdad” y de “entendimiento de la naturaleza”, así como de lo que ha de ser un buen científico/una buena científica.
En
la primera de las dos expresiones, la de “la verdad”, experimento cierta inquietud
porque, si su definición es tomada con absoluta literalidad, resulta
tremendamente complejo decir cuál es el objeto de interés de la ciencia, en el
sentido de que decir “naturaleza” implicaría la alusión a muchísimas cosas muy
diferentes: desde el «origen que alguien tiene según la ciudad o país en que ha
nacido» (fig. 7) hasta el «parentesco o
linaje» (fig. 16),
solo hay que remitirse a las 16 acepciones que ofrece el Diccionario de la RAE
para hacerse una pequeña idea de lo engorroso de su definición, algo que entorpece
una de las propiedades, en mi opinión, fundamentales de la actividad
científica: el rigor. A la luz de dicha consigna, del mismo modo, quedarían
también fuera del ámbito de interés de la ciencia la naturaleza humana, la Sociedad y el pensamiento,
lo que discrimina como actividades científicas aquellas que se ubican en el
plano de las ciencias sociales y humanas.
Asimismo,
otra de las contrariedades que destacaría de dicho artículo deviene cuando el
autor determina su segunda expresión conflictiva, esto es, que «la ciencia es
una búsqueda de la verdad […]». Así, tomando de nuevo su definición con
absoluta literalidad, el concepto de “la verdad” resuena quizá particularmente
categórica, prescriptiva y parcial, pues parece dar a entender que la verdad
tiene un solo criterio, cuando, a la luz las teorías de la verdad, se podría
argumentar que esto no es así. En este sentido, me atrevo a decir que para Ruy
serían científicos aquellos campos del saber que aplican criterios de verdad
empírica, lo que significaría dejar fuera de lo que es ciencia, una vez más, a las
ciencias humanas y sociales casi en su conjunto.
En tercer lugar, y enlazando con la segunda contrariedad de la que hablo arriba, no quisiera acabar esta disertación sin apuntar que los dos
textos propuestos para la elaboración de este ejercicio me han hecho
reflexionar mucho en torno al tema del corpus androcéntrico como
paradigma dominante y discriminatorio en el ejercicio científico, cuya
preeminencia estaría sirviendo para seguir perpetuando cierto sesgo machista en
el campo del saber y de la ciencia, sesgo que percibo de forma inconsciente en
los textos de ambos autores.
En
el caso del texto de Ruy Pérez, porque su definición de “buen científico”
resulta, cuando menos, inverosímil si se consideran los espacios que las mujeres ocupan en realidad en la Universidad. Para empezar, es importante señalar que un porcentaje amplísimo de mujeres investigadoras habita una situación incómoda por el hecho de ser mujeres, debiendo mantener en algunas ocasiones un importante esfuerzo por realizar una carrera científica, fragmentadas por una lado por la incómoda
posición que encarnan dentro de la coyuntura actual de la Academia, mediada esta por las necesidades del circuito de
evaluación del desarrollo profesional, y, por otro, por sus propias condiciones vitales bajo los espacios definidos por el mandato de género (en especial, el de la maternidad y el cuidado). Si, tal y como afirma Pérez, casi todos los individuos que no se dediquen en cuerpo y alma a la
investigación, o, en su defecto, que no investiguen dentro de un laboratorio, son malos
científicos,
un amplio sector del campo investigador quedaría encuadrado fuera de la definición de "buen científico", consigna que estigmatizaría y perjudicaría notablemente a las personas cuya
actividad se desarrolla fuera del laboratorio– y, tal vez, incluso fuera de la Universidad-, y
que aparece fragmentada en diferentes ámbitos del saber (por ejemplo, entre la
investigación, la divulgación y/o la docencia universitaria, en mi opinión, vías
alternativas pero igual de válidas para la búsqueda y la generación de conocimiento).
Del mismo modo, aquellos individuos cuyo tiempo habría de repartirse de manera
heroica entre la investigación y la vida personal y el cuidado; o aquellos que investigan por placer en su tiempo
libre, situaciones que, por lo general, suelen protagonizar con más frecuencia las mujeres, cuya etapa formativa hace coincidir la época óptima de procreación con la etapa más importante de entrenamiento científico, los sujetos que protagonizan estas situaciones quedarían relegados, según este autor, de forma opresiva e irremediable,
al saco de los “malos científicos”. Esto tampoco es muy riguroso, y quizá esa
falta de rigor explique en cierto modo, aunque creo que hay muchos más factores
que intervienen en la construcción de esta realidad, la escasa presencia de
público femenino en el ámbito de las ciencias científico-tecnológicas, así como la disminución del ingente femenino a medida que la escala profesional aumenta.
En
el texto de Alfonseca, en cambio, el sesgo es todavía, en tanto que más formal,
más evidente. En este sentido, quisiera resaltar que su lectura de la
epistemología feminista como un ataque a las bases fundamentales del
conocimiento podría tacharse, cuando menos, de desacertada. Este autor señala
como «movimiento anticientífico» y de riesgo para el desarrollo del discurso
científico actual la posición del feminismo radical, cuyo reclamo trata. Según su
interpretación, de “destruir la ciencia y empezar de 0 para darle un carácter más feminista”
al conocimiento científico y a su desarrollo histórico. Esa interpretación resulta interesada y
parcial, y, además, desprende un profundo desconocimiento de lo que es la
epistemología feminista y de lo que es el feminismo radical -relativo a la
raíz, no extremoso ni intransigente-, un campo del pensamiento desde el que, a
la ciencia, se le piden cosas tan poco extremas como una revisión reflexiva de
los postulados científicos y de los ámbitos de atención de la ciencia, así como
de su propia historia que, aparecería, en todos los casos protagonizada por
hombres y dirigida y centrada hacia ámbitos de saber y de interés masculinos. En
tanto, considero que no contemplar la reflexividad inherente a la epistemología
feminista, cuya revisión filosófica resultaría en este punto de la historia de
la humanidad imprescindible para una comprensión, generación y reflexión
rigurosa de la ciencia como conocimiento del mundo libre de sesgos, distorsionaría
principalmente dos de los principios en la definición de ciencia que he
adoptado en este ejercicio: la reflexividad experimental y la refutabilidad
revisable.
Así,
al hilo de esta última deliberación, y para finalizar ya la reflexión sobre
estos textos, me gustaría decir que considero que, desde la filosofía y la teoría
del pensamiento, podría ser en cierto modo sostenible que el discurso de la
Ciencia, tal y como la definen Ruy Pérez y Alfonseca, posee una necesidad de
auto-posicionamiento como axioma de privilegio en la cultura occidental y
capitalista, que enlaza el conocimiento con el poder. Por ello, desde la
reflexión sociológica sobre los procesos de construcción del relato científico y de sus campos de interés, en tanto que el modelo dominante premia el método frente a la reflexividad, considero
que sería positivo proponer la adopción de una postura crítica ante las
pretensiones prescriptivas de un corpus científico muy determinado, que
permitiese evitar el riesgo de una reproducción acrítica que, a su vez, nos llevase
a reformular ciertos paradigmas que funcionan como ejes de reproducción de
ciertas estructuras de poder y de intereses políticos, económicos, ideológicos
y sociales externos e internos a la misma generación científica. Porque ello, perjudicaría dar una definición sobre qué es la ciencia de forma lo más asequible y aséptica posible. La cuestión de
la institucionalización del poder en el ámbito científico, que aparecería en
forma de incoherencia argumental en el texto de Manuel Alfonseca
a pesar de su nada sutil defensa de una ciencia libre de condicionamientos
políticos, permitiría reflexionar si la lucha política puede
ser también un elemento a tener en cuenta en los procesos de generación del
conocimiento y en la aplicación del método científico, desde donde, inevitablemente,
ser darían ciertas variaciones en la práctica científica, que, posteriormente, influirían
en una definición integradora de qué es la ciencia.
Por todo ello, me gustaría decir para acabar que me temo que no es de extrañar que Alfonseca considere la
epistemología feminista como una amenaza, pues la reivindicación de dicha
epistemología, en su demanda de superación de la cultura androcéntrica como límite
infranqueable del proceso de producción del conocimiento, impulsa un ejercicio de reflexión sobre los límites del poder, lo que podría alterar la posición
hegemónica que las ciencias duras tienen en las sociedades capitalistas. Esta
cuestión, por mucho que los autores que hemos trabajado aquí traten de
silenciar o ensombrecer, no resulta una cuestión menor, y me atrevería a señalar
que se precisa urgente en la elaboración de una definición de ciencia que no discrimine.
De lo contrario, sin la incorporación de la mirada de género (junto a la mirada crítica de clase y la episteme decolonial), la ciencia occidental
no podrá definirse a sí misma como rigurosa en el estudio y explicación de los
fenómenos asociados al conocimiento contemporáneo del mundo material, del mundo social y del
pensamiento en su conjunto. No es casual, en tanto que la historia de la ciencia es también en
cierta manera la historia de la desigualdad, que, en opinión de Alfonseca, la
democratización de la epistemología sea otro de los movimientos anticientíficos
contemporáneos que pondrían en riesgo el desarrollo actual de la Ciencia, aunque he de decir, que su noción de "democratización" es bastante espuria y, por tanto, otra vez, nada rigurosa.
En este punto, y al albur de todas estas consideraciones, de acuerdo con César Tomé, yo también considero que la
pregunta de “qué es la ciencia”, a priori sencilla, a posteriori
se disuelve como un azucarillo.