A pesar de que soy socióloga de
formación y de que mi trabajo de investigadora se encuentra encuadrado a nivel
formal en ese ámbito, el objeto de interés de mi tesis doctoral precisa de un
abanico metodológico más amplio. En este sentido, la horquilla teórica abarca
campos como la Sociología del Conocimiento, la Historia del Pensamiento Social
y de la Filosofía, o la Historia de la Modernidad. Por todo ello, parece lógico que en
ese camino de construcción del marco teórico, mi encuentro con el libro de Thomas Kuhn fuera inevitable. Hoy puede decirse que “La Estructura de las
Revoluciones Científicas”, obra sobre la que hoy pensamos esta entrada, es uno de
los puntales metodológicos de mi tesis.

Desde hace unas décadas, en
consonancia con la progresiva institucionalización del pensamiento feminista de
la segunda mitad del siglo XX, a medida que las sociedades de la globalización
se fragmentan, las ciencias sociales se consolidan como un campo multiparadigmático
y “la mujer” empieza a estar más presente en su papel tanto de objeto como de
sujeto del conocimiento, lo que Cesar Tomé describe como la «[…]
colección de métodos, fórmulas, reglas, procedimientos y compromisos que
gobiernan la investigación científica»[1]
comienza a plantear problemas, de cuyas
sombras se desprenden ciertas anomalías, si es que se me permite utilizar la
terminología del propio Kuhn para referirme a los desajustes que en estos
momentos tienen lugar entre la teoría vigente (que es androcéntrica) y la
naturaleza[2]
psico-social contemporánea (la cual comienza a interpelarse con bastante
urgencia por lo que yo denomino en mi tesis doctoral la “experiencia de mujer”[3]
así como por una interpretación de la naturaleza humana y del mundo social más allá del
sistema sexo-género).
En este sentido, a medida que
emergen problemas sociológicos asociados a esta nueva forma de abordar la
realidad que se resisten a ser asimilados por la tecnología característica de
la matriz disciplinar, tiempo, como diría el autor, de conflicto, los problemas
sociológicos que surgen a partir de la irrupción de esa “experiencia de mujer”
se muestran incapaces de ser asumidos por las técnicas del paradigma androcéntrico,
cuya lectura de lo humano es una hipóstasis de lo masculino. El estudio de la experiencia humana no puede seguir rigiéndose por el genérico ilustrado en tanto que neutro, porque no es neutro sino masculino y porque legitima una experiencia social jerárquica y asimétrica entre hombres y mujeres. En este escenario, la ciencia social entra en crisis: la “experiencia de ser sujeto” no es capaz de adaptarse a los modelos
y teorías masculinas, y en su lugar precisa de respuestas que dicha matriz no
está preparada para aportar, pasando a presionar «[…] cada vez más sobre las
concepciones androcéntricas vigentes [induciendo] en la misma medida actitudes
reflexivas en los medios académicos, tanto en la docencia como en la investigación,
así como en los espacios de discusión cultural y sociopolítica»[4].
Porque, ¿dónde
están las mujeres en la Historia? ¿Por qué la Historia, aplicada a todas las
vertientes de la realidad social (Historia de la Ciencia, Historia del Pensamiento,
Historia de la Tecnología, Historia de las Ciudades, Historia Política,
Historia Social, Historia de la Filosofía, Historia de la Pintura…) aparece completamente
desnuda de protagonistas femeninas así como de espacios, referencias,
generalizaciones simbólicas, modelos, valores, ejemplos concretos a la
experiencia que se considera específicamente femenina? Son demasiados interrogantes demasiado inquiridores como para no plantearse un conflicto en términos kuhnianos.
Si aceptamos que la Historia, en tanto que narración comprensiva y acumulativa
del conocimiento sobre la vida humana es más que una disciplina
transmisora de hechos y acontecimientos y que en realidad puede ser considerada
una herramienta de análisis reflexivo fundamental para la comprensión de los entramados narrativos que permiten analizar desde una
visión más global los diferentes espacios de nuestros “yoes” y de nuestras
sociedades actuales, resulta inevitable no preguntarse por qué, para la interpelación
e interpretación acerca de “lo que hacemos” y “lo que somos”, el “patrón
estandarizado” que daría respuesta a dichas preguntas, resulta poco riguroso e insuficiente, ya que pone en el centro de la vida social una
concepción de lo humano y del sujeto que en realidad es masculina.
Por lo tanto, y para resumir. Si “la
experiencia de nuestra historia” (entendiendo una vez la Historia como un
movimiento muy amplio que abarca la posible comprensión y explicación de los
procesos de construcción social de cualquier hecho en tanto que hecho social
así como de la subjetividad individual) posee únicamente una “voz masculina”, y
así, el pensamiento social, que se fundamenta en su constitución como episteme en
la comprensión histórica de su propio proceso de reflexión, no puede
profundizar salvo en aquellas dimensiones sociales de la historia
protagonizadas o sufridas por, con y para los hombres, ¿no estamos ante una
manera de entender, interpretar y generar el conocimiento social sesgada? Si
entendemos que la ciencia, en buena medida, es ciencia por su capacidad de
rigor, ¿no sería poco “propio y preciso” continuar aceptando una forma de
generar conocimiento social desde la cual el modo de abordar y analizar la realidad social
continúe centrando fundos diferenciales de sexo y género, que subordinan,
connotan e invisibilizan una parte importante de la narratividad social que
reproduce un diferencial sexual excluyente, y que en lugar de ofrecernos una
visión global de la vida social y humana, nos limita sobremanera en el
ejercicio de una interpretación de la realidad del presente que liga la vida
con la vida de “lo masculino”?
No parece descabellado pensar por
lo tanto que el paradigma que las Ciencias Sociales mantenían vigente hasta
hace poco se encuentra en la actualidad en una situación reflexiva. Tanto los
protocolos de análisis como la tecnología resultante de dicha matriz
disciplinar androcéntrica resultan incapaces de incorporar y asimilar esas
anomalías, que aparecen como zonas oscuras, y que no pueden sostener por más
tiempo la realidad que la reivindicación de que “la mujer”, como categoría y
agente histórico que no tiene cabida en un paradigma androcéntrico, pone en
jaque. En esta línea, no se pueden realizar categorizaciones ni
generalizaciones rigurosas sobre la vida social (cuyo proceso es un proceso
histórico) sin tener en consideración la diferencia sexual como diferencial
analítico y político en los procesos de generación de conocimiento, y considerar que se está haciendo un ejercicio epistemológico serio y riguroso. No
se puede decir “en la vida social ocurre esto” si dicho diferencial de género no
incorpora como objeto de estudio la realidad específica de hombres y mujeres
como realidad desigual.
Dice Kuhn en un momento de su
libro que cuando “[…] los científicos adoptan una actitud diferente hacia los
paradigmas existentes […] la naturaleza de su investigación cambia”, y que la
“[…] proliferación de articulaciones en competencia, la disposición para
ensayarlo todo, la expresión del descontento explícito, el recurso a la
filosofía y el debate sobre los fundamentos, son síntomas de una transición de
la investigación normal a la no-ordinaria”[5].
Me atrevería a decir que todas estas son ya realidades explícitas en buena
parte de la actividad científica en el marco del pensamiento social
contemporáneo y en el total del pensamiento feminista. Existe un
cambio de actitud, otra disposición no sólo a la revisión de las
significaciones sociales tradicionales, sino un claro descontento por parte de una
buena fracción de la comunidad científica con respecto algunos postulados
parciales, así como una permanente apelación a la filosofía de la ciencia, que
articula las pertinentes justificaciones sobre los fundamentos del paradigma
androcéntrico, en la revisión crítica del discurso ilustrado
como proyecto teórico inacabado y núcleo de la epistemología normativa en Occidente.
Si todo esto es en realidad el resultado de la articulación de una postura alternativa hacia los discursos hegemónicos de las Ciencias Humanas y Sociales, todo el entramado implicaría otra manera de "hacer" ciencia social, esto es, de mirar e interpretar la vida presente, por lo que no parece impertinente plantearnos la posibilidad de hablar de una transición de la investigación normal (androcéntrica) a la no-ordinaria (o no-androcéntrica).
Si todo esto es en realidad el resultado de la articulación de una postura alternativa hacia los discursos hegemónicos de las Ciencias Humanas y Sociales, todo el entramado implicaría otra manera de "hacer" ciencia social, esto es, de mirar e interpretar la vida presente, por lo que no parece impertinente plantearnos la posibilidad de hablar de una transición de la investigación normal (androcéntrica) a la no-ordinaria (o no-androcéntrica).
[2]
En Kuhn, T. (1971) La Estructura de las Revoluciones Científicas.
México: Fondo de Cultura Económico, p. 133.
[3]
Cuando hablo de experiencia de mujer, convengo explicar el resultado de
un proceso de toma de conciencia histórica como mujer-sujeto, que implica,
desde mi punto de vista, una combinación fijada en dos posiciones.
1.
Por un lado, por la dimensión que
Françoise Dubet atribuye a las lógicas de acción y actividades cognitivas
compartidas que vinculan, a partir de formas diversas, a los individuos
con las diferentes dimensiones del sistema.
2.
Y, por otro, por la noción de subjetividad
que maneja Teresa De Lauretis para delimitar “la experiencia de la subjetividad
femenina”, fijando dicha experiencia, en primer lugar, como una relación
entre las mujeres fijada por el discurso compartido y, en segundo,
sobre una noción de subjetividad desunida de la noción patriarcal de género.
En
este sentido, la teoría de Dubet queda adscrita a la noción que la pensadora
Teresa De Lauretis maneja acerca de los vínculos entre individuos, que si bien
Dubet define como actividades cognitivas compartidas, De Lauretis establece
como semiótica.
Esta
relación engancha directamente con el propósito de mi investigación, que no es
otro que el de utilizar un análisis del discurso narrativo, en tanto que actividad
cognitiva y simbólica compartida, como nexo entre los sujetos como sujetos
históricos que necesitan apropiarse de su propia posición como individuos de
una realidad concreta. Por tanto, podría indicar que, al menos en parte, la
relación de la experiencia femenina con el mundo contemporáneo, con la
modernidad y sus derivaciones, parte de un vínculo entre las mujeres como
sujetos históricos que encuentra su expresión en el lenguaje. (en Alcoff, L.
(2010) Feminismo cultural vs. Post-estructuralismo: la crisis de identidad
de la teoría feminista. Revista
Debats nº 76).
Esta
determinación resulta que dicha experiencia a la que hago referencia ponga el
foco en la agencia del sujeto, huya del esencialismo y sea, en cualquier caso,
siempre reflexiva. La experiencia histórica femenina, entonces, sería el
resultado de un proceso de relaciones semióticas, el producto de su
propia interpretación y de la reconstrucción que hace de su propia historia.
[4]
Amorós, C. (1997) Tiempo de feminismo. Sobre feminismo, proyecto ilustrado y
postmodernidad. Madrid: Cátedra, p. 26.
[5] Kuhn, T.
(1971) Ibid., p. 148.
"por lo que no parece impertinente plantearnos la posibilidad de hablar de una transición de la investigación normal (androcéntrica) a la no-ordinaria (o no-androcéntrica). "
ResponderEliminarSin duda que no.
Yo entendía los paradigmas de Kuhn más como cuerpos de conocimiento que como metodologías de hacer, pero quizá lo entendí mal y lo segundo también va incorporado...